domingo, 21 de septiembre de 2008

Historia de la filosofía

Hoy me voy a despachar a gusto, que es lo que ocurre cuando uno se permite hacer aquello que previamente se ha prohibido a sí mismo. Y me prohibí hablar de lo siguiente.
Hace unas semanas leí una interesante entrada de Tall & Cute sobre la brecha entre ciencia y sociedad. Éste escribía sobre la dificultad con la que se enfrenta el investigador a la hora de explicar a otras personas en qué consiste su trabajo. A mi juicio, esta brecha se ensancha más aún cuando el trabajo de investigación no pertenece al ámbito estrictamente científico, sino al estudio histórico de la filosofía. Si mi investigación tiene por objeto avanzar en la solución de una enfermedad concreta, como el Alzheimer, cualquier otra persona podrá admitir el sentido y la pertinencia de ese trabajo sin necesidad de entender los pasos y las técnicas a seguir en el laboratorio para desarrollarlo. En cambio, si te dedicas a la historia de la filosofía, siempre será posible que alguien te pregunte "¿Y eso para que sirve?". Yo respondería que para nada en particular. Sin embargo, si reconocemos que la historia no es algo ajeno, como un paisaje que uno pudiera pararse a observar desde la ventana, sino más bien lo que nos conforma en cualquiera de nuestras dimensiones, entonces el estudio de la misma nos abre una vía para comprender mejor por qué somos lo que somos.
Más allá de la cuestión de si hoy en día tiene sentido la filosofía, lo cierto es que la historia de la filosofía nos permite entender cómo una época en cuestión se pensó a sí misma en un momento determinado, a través de filósofos que intuyeron, expresaron, justificaron o adelantaron en sus escritos una determinada visión del mundo y de sí mismos.
Ahora bien, el estudio histórico de estos escritos, con el objeto de conocer qué ocurrió, no es lo mismo que la historia que llega hasta nosotros en forma de tradición. En este último sentido, el conocimiento histórico no es algo que se alcanza a través de un método o una teoría: es lo que somos. En este último caso, se trataría de lo que Gadamer denominaba "historia efectiva" o "historia efectual". Sin embargo, pensadores como Foucault denunciaron con claridad que el sentido histórico contenido en nuestras tradiciones, sobre el cual se articula cualquiera de nuestras actividades (incluida la actividad de estudiar la misma historia), no debe ser interpretado sin más como algo que se nos da o se nos desvela y que no podemos más que aceptar sin rechistar. En particular, llegar a conocer que aquello que se nos presenta como un acontecimiento histórico con sentido no coincide con lo que ocurrió realmente permite enjuiciar de forma crítica la tradición, en lugar de considerarla como una instancia última irrebasable.
Se pensará que entonces hemos entrado sin advertirlo en el eterno círculo hermenéutico, por el cual no podemos siquiera cuestionar nuestra historia, por el mero hecho de que, si nosotros y nuestro lenguaje somos esta historia, cualquier estudio aceptará de antemano y sin percibirlo siquiera los mismos principios de la tradición que paradójicamente está intentando criticar. Seguramente sea ésta una dificultad irrenunciable con la que debe enfrentarse cualquier conocimiento de la historia que pretenda articularse como un conocimiento crítico, pues parece inevitable que sea nuestra propia tradición la que determine que un problema filosófico se nos presente actualmente como tal.
Pero no por ello debe uno abandonar a continuación la pretensión de acercarse al origen de este problema filosófico, con el objeto de comprender mejor la época en la que se gestó y las personas que lo pensaron, lo obviaron o incluso lo ocultaron. De esta forma, no se alcanzará verdad primigenia de ningún tipo, ni falta que hace. Por el contrario, mostrar la distancia entre lo que "ocurrió" y lo que se nos presenta como verdad histórica efectiva nos lleva a desconfiar de cualquier revelación mística de una verdad absoluta (es decir, incuestionable), y nos invita a interesarnos por la empresa más modesta de desentrañar pequeñas verdades, siempre revisables, sospechosas y contradictorias, como la historia misma.

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