sábado, 11 de octubre de 2008

Kant, el problema estético y la génesis del ateísmo filosófico


Immanuel Kant nació en 1724 y murió en 1804. Pero cuando en la historia de la filosofía se emplea la palabra "Kant" uno no se refiere meramente a un profesor bajito y escuálido que vivió en Königsberg, actual Kaliningrado. Con ello también se refiere al planteamiento filosófico desarrollado por éste y que determinó el discurso filosófico europeo durante el siglo XIX: el criticismo.
Tras escribir, ya siendo anciano, la Crítica de la razón pura (1781), los filósofos de su tiempo no se olieron siquiera la envergadura de la revolución filosófica que produciría esta obra. Mientras tanto, Kant escribía cartas a sus antiguos estudiantes y amigos, expresando su desesperación por el absoluto silencio de sus contemporáneos: la obra pasó desapercibida. Quien la leía entonces por primera vez, encontraba en efecto un libro extraño, contradictorio y, principalmente, muy mal redactado. Debido a su miedo a morir sin acabar la obra, y ante la presión del editor, Kant terminó por enviar a la imprenta una versión que aún no era definitiva. Sin embargo, ese libro acababa de poner del revés la tradición filosófica desde Descartes, pero empleando justamente el lenguaje de esta tradición, así que habían de pasar aún algunos años hasta que los intelectuales de la época se dieran cuenta de que algo se movía detrás de esos conceptos obsoletos. Entre tanto, el uno de los filósofos en los que él había pensado al escribir su obra, Tetens, le insinuaba a Kant que su libro le ayudaba a conciliar el sueño por las noches. Sin embargo, veinte años más tarde, media Prusia sólo podía hablar filosofía en la lengua de Kant, incluso para enfrentarse a su sistema. Las consecuencias de sus escritos harían que el mismo Mendelsohn se refiriese a él años más tarde como "el destructor de todo".
En 1790 escribió una obra aún más caótica, la Crítica del Juicio. Por absurdo que suene, no es fácil conocer con seguridad cuál era la intención principal de este libro. En él se ha detectado una estética, una filosofía de la biología, una teleología de la naturaleza o el comienzo del ateísmo decimonónico... Ahora bien, todas estas cuestiones confluyen en un único punto, a saber, lo que se ha dado en llamar el "problema estético", es decir, los problemas relativos al significado de la sensibilidad en la vida humana, la importancia de los sentidos para el conocimiento científico o para la comprensión de la conducta, el reconocimiento de la imaginación como un componente de la facultad de conocer, la importancia del sentimiento, las afecciones, las pasiones y el placer como constitutivos de la acción, el lugar del arte en el mundo moderno o el sentido de la relación entre ser humano y naturaleza. Puede sonarnos ahora a palabras comunes, pero hasta el siglo XVIII la cultura occidental no reconoció de forma coherente la importancia de esta dimensión para una comprensión de la experiencia y la racionalidad humana.
Baumgarten fue el primero que incorporó el ámbito de lo estético o lo sensible al sistema de la vieja, y ya desgastada, metafísica racionalista alemana. Sin embargo, lejos de solucionar los achaques de esta última, esto supuso introducir un verdadero nido de víboras en el sistema filosófico de la época. Lo estético pronto se descubriría como el lugar en el que se expresarían las contradicciones y atolladeros en los que venía desembocando la tradición metafísica.
Y el criticismo kantiano se alimentaba justamente de transitar hasta sus últimas consecuencias estos problemas de la tradición. Al transitar el discurso clásico de la metafísica, Kant no lo hacía con el objeto de solucionar ni uno sólo de sus problemas, sino más bien para mostrar que éstos son problemas aparentes, basados en un discurso sin sentido e incapaz por principio de expresar nada sobre la realidad.
En relación con la religión, por ejemplo, lo estético aparecía ya antes en los escritos de los metafísicos y teólogos escolásticos, pero como un recurso al servicio de sus argumentos destinados a probar la existencia de Dios. Bartolomé de Medina pensaba que la belleza de la naturaleza sólo podía ser pensada como una prueba de que el mundo ha sido creado por un ser inteligente, que lo ha dotado del orden y la regularidad que podemos comprobar en la experiencia. Durante siglos, el argumento era efectivo y aceptado: "sólo podemos pensar la naturaleza como un gran reloj. Ahora bien, un reloj no puede surgir de forma casual o contingente; si arrojamos sus piezas al azar, nunca formarán el todo del reloj, que serían esas piezas una vez organizadas. Pero no hay organización sin alguien que organice; por lo tanto, no podemos pensar algo como un reloj sin presuponer un relojero inteligente. Así, para la teología hasta Kant, el relojero de la naturaleza sólo podía ser Dios. Después de Kant, sabemos que en este argumento de origen teológico se esconde una trampa. En EEUU esto también se sabe, mejor que en ningún otro sitio. Sin embargo, este argumento refutado es el que ofrece los cimientos a la llamada teoría del Diseño Inteligente, enseñada en cada vez más institutos estadounidenses y destino prioritario de la política de "investigación" de la administración Bush. ¿Para qué? Para sustituir en la medida de lo posible la teoría evolucionista de la selección natural (Darwin) y legitimar la concepción creacionista expuesta en la Biblia (y nos suenan lejanas las escuelas coránicas iraníes...)
Kant no había defendido en ningún momento el ateísmo, pero desde el principio no lo consideró más que una consecuencia natural del fanatismo religioso. Con el objeto de evitarlo, se enfrentaría a esta tradición con el objeto de detectar el origen subjetivo e inmanente del discurso aparentemente objetivo y trascendente de la metafísica y la teología. Si el argumento teológico de Bartolomé de Medina es "la belleza de la naturaleza sólo puede ser pensada como una prueba de que Dios existe", la traducción crítica ejercida por Kant, por la cual se descubre el origen subjetivo escondido tras esta afirmación, es la siguiente: que la belleza de la naturaleza sólo pueda ser pensada como una prueba de que Dios existe no prueba nada ni sobre Dios ni sobre la naturaleza, sino meramente sobre nosotros mismos y nuestras pequeñas miserias o, dicho con más rigor, nuestra finitud. En particular, prueba que nuestra razón sólo puede pensar la naturaleza de esta forma y que, por lo tanto, "Dios" no es más que una "mera idea de la razón" que necesitamos presuponer, pero no porque se corresponda con algo real, sino sencillamente porque nosotros necesitamos presuponerla.
Kant no sostenía que la afirmación "Dios existe" sea falsa; de ser así, no se hubiera distinguido del escepticismo empirista de Hume, a quien Kant también juzgaba como dogmático, al interpretar que la apelación a la experiencia seguía presuponiendo erróneamente que el discurso teológico tiene valor de verdad, es decir, la capacidad de ser verdadero o falso. El carácter destructivo de la tesis kantiana se esconde en que éste sostiene que el discurso teológico no es ni verdadero ni falso, pues un enunciado absurdo no puede ser falso, justamente por no decir nada.
Paradójicamente, la intención última de Kant no era instalarse en el ateísmo (aunque también debemos pensar que se le prohibió expresamente escribir sobre religión inmediatamente después de publicar su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, la cual además había visto la luz gracias a que Kant consiguió despistar a la censura). Su posición debe considerarse en sentido estricto como agnóstica y, principalmente, no debe olvidarse que estaba convencido de que la moral dejaría de tener sentido si no suponemos que Dios existe. Esta relación, eso sí, no depende igualmente de ningún objeto necesario, sino de nuestra necesidad de suponerlo.
Es cierto que la posición kantiana es verdaderamente compleja, pero al parecer éste no pretendió en ningún momento convertirse en inagurador de lo que se ha dado en llamar el "ateísmo filósofico". Sin embargo, parece evidente la fuerte influencia de este pensador en la historia del ateísmo del siglo XIX. A pesar de la distancia con respecto a sus posiciones, el espíritu del criticismo kantiano se encuentra en el planteamiento ateísta de Fueuerbach, Marx, Nietzsche, o Darwin, quienes en el siglo XIX también reducirán el sentido de la trascendencia religiosa a su origen en la inmanencia de la subjetividad humana.



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