lunes, 12 de mayo de 2008

El abuelo


El abuelo comenzó a quedarse sordo hace unos años. Al principio sus hijas y nueras más influyentes lograron convencerlo de que usara un audífono aparentemente inofensivo por diminuto, pero él acabó rechazándolo porque le hacía unos "ruidos muy raros". Así que ahora apenas oye, si bien a toda la familia le tiene intrigado que aún escuche a la abuela cuando sale cada día a buscarlo al huerto y le grita a lo lejos "¡Migueeeeeeé, el cafeeeé!".
Entonces llega al salón de la casa y se sienta en su sillón de siempre, con su escaso pelo todavía revuelto por culpa de la gorra sin la cual no sale a la calle. Oye poco, pero está dispuesto a convertirse en palabra y recorrer sus noventa años a la mínima oportunidad, para disfrute de quien tenga la suerte de escucharlo. A veces interrumpe su charla, y aprovecha para mirar dentro de sí con la excusa de que mira a algún punto indeterminado del suelo que él convierte sin esfuerzo en el agujero por el que se desliza el tiempo en un reloj de arena, con la salvedad de que en este reloj la arena no cae, sino sube.
Luego puede volver a comenzar con algún comentario aparentemente descolgado, pero nada confuso. Le ha llamado la atención que yo pueda llegar de Alemania en dos horas y cincuenta minutos.
-¡Un día empleábamos nosotros para ir en tren de "aquí" a "allí"...!- No consigo acordarme ahora de dónde está "aquí" ni a cuánto queda de "allí", pero tanto el "aquí" como el "allí" se encontraban entonces en guerra civil. Mi falta de memoria la compensa él, mencionando cosas como "y entonces tuvimos que estar todo el día en la estación, esperando a que nos recogieran... Que me acuerdo que yo llevaba mi maleta medio abierta, porque se le había roto una hebilla...".
También se acuerda de otras cosas de por aquellos años. Me cuenta que una vez en la trinchera se dio cuenta de que su compañero de al lado no paraba de llorar y maldecir mientras éste ayudaba a cargar la artillería. Como algo así no tiene nada de particular, me lo explica de golpe: "... es que lloraba porque al otro lado vivían su mujer y sus hijos, en el pueblo que atacaban". Entonces vuelve a quedarse callado y pensativo, se entretiene en tocar la arena que ha cubierto ya las losas del salón, sin necesidad de moverse ni de abandonar su expresión sosegada y curtida. La abuela me ayuda a entenderlo y sirve de intermediario cuando le sigo preguntando -a ella sí la oye. Me mira y sigue explicándome:
-¿Qué iba a hacer él...? -dice en un murmullo mientras sus ojos brillan. Vuelve a bajar la vista, esta vez moviendo la cabeza de un lado a otro-. Aquello era una locura!
No hay quien pueda entender a la primera la necesidad contenida en ese "¿Qué iba a hacer él?" si no ha tenido que vivirlo o, mejor, sufrirlo. Hay cosas que no se las ven bien con el pensamiento, como intentar entender que pueda llegar a ser racional bombardearse a uno mismo. Si aquel chico se hubiese negado a atacar, hubiera sido ejecutado allí mismo, como uno que le había precedido, y otro recluta le habría sustituido en su puesto, para hacer exactamente lo mismo, con la desventaja de que entonces su familia, de sobrevivir, sería una familia huérfana de la posguerra. Aquel chico no era ni un loco ni un monstruo, era un chico normal que ya no necesitaba que le explicaran nunca más qué significa el tener que elegir ante un dilema moral. El problema es que no podemos decir que hacía mal, por crudo que pueda ser escribir esto, pero también sería absurdo pensar que hacía bien. Una guerra civil es la expresión más grave del absurdo que significa cualquier guerra: verse obligado a aniquilarse a uno mismo, justamente por ser ésta la única opción de que dispone quien desea protegerse a sí mismo y a los suyos.
Si tal elección puede llegar a resultar "racional", ésta sólo puede haber sido tomada en un sistema en el que el ejercicio de la libertad no conduce al reconocimiento de los individuos, sino paradójicamente a su dominio.
Pero entre los resquicios de un contexto así también asomaba la astucia de personas con conciencia clara de que aquella pelea no iba con ellos, por más que ellos fueran quienes peleaban. Pues el abuelo también me había contado otro día lo que ocurría cuando los mandos se relajaban o hacían la vista gorda. Entonces los dos bandos comenzaban simultáneamente un alto el fuego, sin que nadie lo hubiera decidido previamente. Se trataba de un acuerdo tácito y espontáneo que se resume en la consigna "si tú no me disparas, yo no te disparo". Pero lo interesante es que este acuerdo no había sido pronunciado por nadie, y a pesar de ello todos lo comprendían y respetaban. Esto permitía incluso que los reclutas se animaran a lanzar comentarios al otro bando, no sólo para insultarse y burlarse del otro, sino también para solidarizarse en torno a un mismo "¡en menuda nos han metido...!". Según el abuelo, la situación podía transcurrir así hasta que la conversación se calentaba y alguno rompía ese frágil equilibrio:
-Y entonces uno le mentaba la madre al otro y ya lo estropeaba todo, y comenzaban otra vez a pegar tiros.
No son historias tristes, ni mucho menos pesimistas. Y no sólo muestran el sufrimiento que alguien puede llegar a padecer, sino principalmente la fuerza de quien involuntariamente hace valer su memoria y su juicio como denuncia, sin mostrar nunca rencor ni odio, pues posiblemente ésa sea la única forma de vencer en una guerra.
Luego seguimos hablando de otras cosas, y la abuela vuelve a contar algo de lo que ambos presumen a menudo:
-Nunca nos hemos peleado, ¡ni una riña!-. El abuelo sonríe tiernamente, me imagino que como cuando tenía 18 años.
Luego sigue preguntándome por mis cosas; hacía mucho que no lo visitaba.
-¿Y traes muchos días de permiso?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ayer le dí esta entrada a una amiga para leer y se le saltaron las lágrimas. No lloraba por lo malo que eras escribiendo - que podría haber sido una opción - sino por que le recordaste a su abuela y a otras historias tristes de la guerra civil que le contaba.

Anónimo dijo...

Buenas!!!!

Manolo solo decirte que el día que lei el articulo me encanto, pero que hoy al leerlo otra vez me ha gustado aun más. Porque es verdad lo que escribes y además porque lo haces genial.

Bueno, pues nada, solo era eso.

Un beso.

Nazaret.

Sanchez dijo...

Ah, Nazaret, cuánto me alegro de que te guste. No había visto este comentario tuyo hasta ahora... posiblemente nos vemos el 27 por ahí! Un abrazo!